Renahud Hernández Morales * (La Jornada)
Desde el periodo presidencial de Vicente Fox, pasando por Calderón y Peña Nieto, hemos vivido intensamente una cultura de la evaluación. Se ha elevado a imperativo categórico el hacernos vivir la cultura de la evaluación.
Se han invertido grandes sumas en ello. Tan sólo el proyecto Enciclomedia foxista costó 24 mil millones de pesos y constituyó el intento de introducir las Tecnologías de la Información y Comunicación en los centros educativos para que los estudiantes mejoraran en sus resultados en las evaluaciones escolares. En 2012, la elaboración de la prueba Enlace y Evaluación Universal tuvieron un costo de 277 millones de pesos. Para 2014-2015 se entregarán 240 mil laptops a alumnos de quinto y sexto grado de primaria con un costo de 756.6 millones de pesos. Otras concesiones se otorgaron a empresas privadas como Mexicanos Primero, de Claudio X. González.
La evaluación, elevada a rango constitucional demuestra pretensión de la autoridad por lograr la imposición entre la población de esta nueva cultura. Una cultura que expresa el deseo del sector privado por controlar la educación. Con ello quieren establecer una nueva racionalidad técnico-instrumental, quieren construir una nueva civilización técnico-pragmática.
Como señala Michel Foucault: “en la técnica del examen se encuentran implicados todo un dominio de saber, todo un tipo de poder. El examen permite transmitir el saber y establecer sobre los estudiantes un amplio campo de conocimientos. El examen abre dos posibilidades correlativas: la construcción del individuo como objeto descriptible, analizable… y la constitución de un sistema comparativo que permite la medida de fenómenos globales, la descripción de grupos, la caracterización de hechos colectivos, la estimación de las desviaciones de los individuos unos respecto de otros y su distribución en una población”.
El registro de los resultados se conforma como un análisis al que se puede recurrir cuando así lo necesiten, sirve para conocer las costumbres de los niños y de los profesores, el examen así, es un código físico de señalización y exclusión, de control. A través del examen se establece la disciplina sobre las mentes y los cuerpos, el ritual que rodea el ejercicio del examen, su código de misterio, la idea de auscultación y sus resultados van estableciendo un estado de zozobra y nerviosismo en el examinado, cuya aceptación lo autorregula y se autocorrige como finalidad intrínseca del examen.
Con la sola disposición a aceptar este ritual de la evaluación, el individuo autocorrige su conducta, sus modos de pensar. Con los resultados, la autoridad clasifica a los grupos en zonas y su distribución en la población. Conoce los grupos sociales más dóciles a sus pretensiones, determina la ubicación de los individuos más laboriosos, identifica a los más críticos a su proyecto y así, determina la aplicación de premios a sus incondicionales y castiga a sus opositores. Cada hombre se presenta clasificado y provisto de un rótulo, se circunscribe así, su destino en la sociedad.
Cuando el examen y el pensamiento del individuo se convierten en instrumento, se renuncia a pensar, se niega el intento de convertir al examen en un objeto de saber para el individuo, en un recurso de aprendizaje. Según Max Horkheimer, el examen como instrumento clasificatorio y de exclusión, “realiza complejas operaciones lógicas sin que realmente se efectúen todos los actos mentales en que se basan los símbolos matemáticos y lógicos… cuando la misma razón se instrumentaliza adopta una especie de ceguera, se torna fetiche… subsunción. Nociones como las de justicia, igualdad, felicidad, tolerancia que, en siglos anteriores eran considerados inherentes a la razón o dependientes de ella, han perdido sus raíces espirituales”. Son fines, pero ninguna instancia racional les otorga un valor y las vincula con la realidad objetiva.
A través del examen se trata de establecer una sociedad disciplinaria, de imponer una nueva racionalidad a través de una formación en la técnica disciplinaria. La escuela examinadora ha marcado el comienzo de una nueva pedagogía que funciona como ciencia. Se pasa de una pedagogía de práctica cognitivista, evaluadora de aprendizajes, a una pedagogía examinadora, clasificadora y excluyente que sanciona competencias, habilidades y destrezas utilitarias y pragmáticas. La evaluación, como código imperativo constitucional, ha sido convertida en instrumento punitivo para decidir el ingreso, la promoción, la premiación y la permanencia en el trabajo.
Las grandes luchas históricas del magisterio nacional democrático en contra de este tipo de evaluación, de la educación basada en ella y de la nueva racionalidad a la que aspira, no son mera ocurrencia. Son expresión de la lucha por su sobrevivencia y dignidad, de la defensa de la educación pública, de su voluntad de considerar a la educación un derecho humano.
* Filósofo y profesor
rena_hern@hotmail.com