Pedro Miguel (La Jornada)
El robo de Texas por Estados Unidos empezó con una colonización de ese territorio que luego, tras un alzamiento, fue declarado independiente por los propios colonos, como paso previo a su conversión en estado 28. La historia se repitió en California y el filibustero William Walker trató de replicarla, años después, en Baja California y Sonora, territorios en los que llegó a proclamar una República de Baja California. Otro intento secesionista apoyado por Estados Unidos tuvo lugar en los actuales estados de Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas, en donde los opositores a Santa Anna intentaron fundaron una República del Río Grande. Por lo demás, a lo largo del siglo XIX y principios del XX el territorio nacional sufrió varias invasiones por vía marítima.
Con esos antecedentes no es de extrañar que el constituyente de 1917 plasmara la prohibición expresa de que extranjeros adquirieran tierras en propiedad en una franja de 100 kilómetros contada a partir de las fronteras terrestres, o de 50, a partir de las playas. Podría pensarse que la prohibición ya no tiene sentido, sobre todo si se considera que al menos desde 1988 Washington tiene en Los Pinos a aliados sumisos, lo que hace obsoleto un desembarco o un nuevo robo de territorio: los gobernantes del ciclo neoliberal viven ansiosos por entregar a las trasnacionales tierras, atribuciones y propiedades nacionales bajo la forma de concesiones mineras, industriales, maquiladoras y energéticas; si el régimen de Peña lograra su propósito de poner la industria petrolera en manos del capital privado, veríamos el retorno del control de enormes extensiones del país a manos de empresas concesionadas, foráneas o nacionales, tal y como ocurría hasta antes del 18 de marzo de 1938.
En la actualidad, sin embargo, hay una razón distinta a la de antaño, pero no menos sólida, para mantener esa prohibición que la mayoría de los partidos del régimen pretende anular mediante la reforma recientemente aprobada: la necesidad de preservar los entornos humanos, sociales y económicos de las regiones costeras.
No todo el mar mexicano es Vallarta o Cancún ni todas las costas están moduladas por la industria turística de gran escala. Los 169 municipios que colindan con la zona federal marítimo terrestre (zofemat, definida en el Art. 119 de la Ley General de Bienes Nacionales, y que se considera propiedad inalienable de la nación) suman 21 por ciento del territorio nacional y en ellos se asienta 16 por ciento de la población (datos de 2005). Salvo en los grandes polos turísticos o portuarios, esa población padece una integración económica precaria y una gran porción de ella se encuentra, como en el resto del país, en condición de pobreza, independientemente de que ostente, o no, alguna forma de posesión de tierras.
Hasta ahora, la prohibición en el artículo 27 ha funcionado como dique para frenar, en alguna medida, la especulación mobiliaria internacional en las costas mexicanas. Los ricos nacionales que quieren casa en la playa ya la tienen y los ciudadanos extranjeros (como los estadunidenses que han comprado media Baja California) han debido recurrir a argucias legales –o ilegales– de diverso tipo. Pero la pretendida supresión del veto puede detonar una espiral de voracidad sobre zonas costeras, particularmente las económica, social y demográficamente deprimidas, mayormente situadas en Michoacán, Guerrero, Oaxaca, Chiapas y Veracruz.
Ahora imaginen que el Senado ratifica la reforma constitucional mencionada y que, al día siguiente, los grandes consorcios turístico-inmobiliarios de Estados Unidos, Europa Occidental o Japón, por ejemplo, desembarcan (literalmente) en las costas de México, provistos de capital y buenas conexiones político-administrativas, y se enfrentan a millones de pescadores, rentadores de palapas, fonderos o cooperativistas de granjas acuícolas, y les ofrecen unos cuantos miles de dólares a cambio de sus tierras: la capacidad de resistencia de los segundos sería, previsiblemente, muy pequeña. Tendríamos, entonces, una redición de la tragedia social que provocó el régimen de Salinas cuando, mediante otra modificación al 27, hizo posible la venta de tierras ejidales. Millones de vendedores, imposibilitados para transformar en capital el dinero que recibieron, se quedaron sin vivienda y sin medio de subsistencia y se fueron a engrosar las corrientes migratorias, los estamentos de la informalidad urbana o las filas de la delincuencia.
De otros asuntos: aguas con las provocaciones, especialmente en las movilizaciones previstas para mañana, 1º de mayo. Al régimen le urge encontrar pretextos para reprimir y criminalizar las luchas sociales.
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